Jose Ramon Flecha

La Virgen de la Esperanza

Allí estaba Ella, siempre rodeada de flores y de velas encendidas. Yo tenía diez años y estaba feliz de haber sido admitido como monaguillo en nuestra Catedral de León. Entre tanta belleza, me llamaba la atención aquella imagen de la Virgen María que atraía la devoción de tanta gente.

En aquella escultura de piedra, que se remonta al siglo XIII, me impresionaba su mirada, que expresa asombro y serenidad. ¿No estarían sus ojos fijos en la imagen de un ángel de Anunciación? Eso explicaba que tantas mujeres le ofreciesen sus flores y sus velas.

En diciembre del año 656, durante el reinado de Recesvinto, los obispos reunidos en el décimo concilio de Toledo observaron que la cuaresma impedía la celebración adecuada de la fiesta de la Anunciación a María y de la Encarnación del Hijo de Dios.

Así que decidieron que “el octavo día antes del nacimiento del Señor se consagre con toda solemnidad al honor de su Madre. De esta manera, así como la Natividad del Hijo se celebra durante ocho días seguidos, del mismo modo podrá tener también una octava la festividad sagrada de María”.

Esta es la “fiesta de Nuestra Señora de la O”. En la tarde del día 17 de diciembre la antífona de las vísperas comienza con un “Oh”  sonoro y admirado: “Oh, Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la salvación”.

El día 18 la antífona expresa el temblor del elegido que descubre a Dios en un fuego que no cede: “Oh, Adonai, Pastor de la casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente y en el Sinaí le diste tu ley, ven a librarnos con el poder de tu brazo”. En ese día, celebramos la fiesta de la Expectación del parto.

Ahí está María con su vientre levemente abultado, sobre el que apoya con dulzura su mano derecha.  Un día me pidieron acompañar en la Catedral de León a un grupo de anglicanos procedentes de la catedral de Lincoln. Ante la Virgen de la Esperanza, una de las viajeras se asombró de que llamáramos “virgen” a la mujer que espera el parto.

Pero la virgen-madre es el icono de la esperanza. Como María, los cristianos aceptan virginalmente la salvación. Como María, saben que la salvación pasa por la colaboración de sus propias fuerzas. Todo es don y todo es tarea. Así es la esperanza. Y así lo enseña Ella desde su imagen de piedra, toda dulzura y aliento.

 

 

– José-Román Flecha Andrés – 

Catedrático emérito de la Universidad Pontificia de Salamanca

Profesor en el Centro de Estudios Teológicos (CSET) de León