El Corpus y la Asunción

Las fiestas grandes del León de la Modernidad

El Corpus y la Asunción fueron, durante siglos, protagonistas del calendario festivo de la cultura popular leonesa, como explica en el reportaje integro de la versión impresa de la revista Isabel Viforcos, profesora de la Universidad de León.

La festividad del Corpus, celebrada en el mundo cristiano desde el siglo XI, está documentada en León desde, al menos, mediados del siglo XV, aunque su esplendor se producirá a partir del siglo XVI, tras la recepción de las disposiciones trentinas y las diferentes disposiciones de algunos prelados leoneses como Juan Fernández Temiño (1546-1556) o el obispo Francisco Trujillo (11578-1592).

A la Iglesia competía determinar el itinerario procesional, que desde 1644 se hizo alternando, un año vajando por la Herrería de la Cruz a la Rua, Carbajal y por los Cardiles a la vuelta, otro, por las Descalzas y San Ysidoro y volver por la Herrería de la Cruz [1](fig.1). Todas las calles se limpiaban y enramaban para formar una fresca y olorosa alfombra, por la que discurría la solemne procesión, recorriendo las principales calles del León barroco, y dando con ello satisfacción a los principales conventos intramuros, a cuyo cargo corría la fábrica de los altares, donde se debía detener la Eucaristía para dar lugar a los villancicos y motetes compuestos por el maestro de capillas y entonados con el acompañamiento de arpa y órgano, y para las danzas -una o dos- que cada año se contrataban. Precisamente era éste el gasto más abultado de la fiesta, que en muchas ocasiones superó los 1.000 reales, pues, además de pagar a los danzantes, la catedral debía proporcionar también los vestidos y cascabeles necesarios para ejecutar los bailes rituales, que en 1613 consistieron en una danza de quatro naciones y en 1666 en una de laços de paloteado y castañuelas.

La procesión, así constituida, aunaba todos los estratos sociales en una pública adhesión al culto a la Eucaristía, del que Trento había hecho insignia de la catolicidad. En torno a los elementos sacros, en perfecto orden y convivencia con los solemnes cortejos conventuales, parroquiales, y capitulares, y con la ceremonial presencia del Regimiento y de las cofradías de la ciudad, se multiplicaban los seres monstruosos, alegóricos y bíblicos, las zuizas y las danzas más o menos ritualizadas, en perfecta simbiosis hasta bien entrado el siglo XVIII. A Carlos III correspondería prohibir que en las procesiones figurasen danzas, gigantes y tarascas, entendiendo que sólo servían para aumentar el desorden y distraer o resfriar la devoción de la Magestad Divina. Así, poco a poco los elementos más lúdicos migraron y se refugiaron en otros festejos en alza, como los derivados de la feria ganadera de San Juan, en la que aún perviven, los gigantes acompañados de los cabezudos y la tarasca, descabalgada de su dragón.

La Asunción se iniciaba la fiesta el 14 de agosto por la tarde, con las vísperas celebradas en la Catedral profusamente adornada para la ocasión. A ellas asistían, además del obispo y la totalidad de los capitulares, el regimiento, con su corregidor al frente y las niñas cantaderas de las cuatro parroquias leonesas más antiguas -San Marcelo, Santa Ana, Nuestra Señora del Mercado y San Martín-, acompañadas de los rectores, curas y mayordomos de cada una de ellas, y precedidas por dos grandes atabales, cuyos orígenes la leyenda vinculaba a la batalla de Clavijo. Acabadas éstas y concluidas las danzas que al son del salterio ejecutaban las cantaderas ante el altar mayor y el coro, a la caída del sol se entonaba, con el órgano, una salve, con algunos villancicos y motetes, ante la Virgen Blanca del parteluz, concurriendo la gente toda de la ciudad. (fig. 8 y 9)

El 15 de agosto era la fiesta grande. La mañana la ocupaban las funciones religiosas celebradas en la Catedral. Muy temprano, el corregidor, acompañado de los principales miembros de la Compañía de los Caballeros -mientras está pervivió- y con el estandarte real se dirigía desde los palacios reales -en la calle de la Rúa- a la Iglesia Mayor, donde ante la imagen de la Virgen Blanca se oficiaba una misa solemne. Antes del mediodía, la Ciudad, desde sus casas de Ayuntamiento, anunciada por clarines y tambores, acompañada de las cantaderas y precedida de sus maceros, se desplazaba a la catedral para asistir a la solemne procesión claustral. En su transcurso las doncellas de la parroquia de San Marcelo, con su sotadera al frente, acostumbraban a ofrecer al obispo, dos canastillos de frutas, que la parroquia entregaba como voluntaria ofrenda y la Iglesia recibía ante notario, en calidad de voto.  Era la sotadera una mujer mayor, con su cerca en la cabeza a modo de ceranda cubierta con su tafetán y por encima dél, muchas joyas, que viene comboyando a las niñas[2]Se conoce poco de su origen y función, quizás la de dirigir las danzas, pero sabemos que correspondía a San Marcelo exclusivamente su disposición, por ser esta parroquia la principal de la ciudad y tener sus cantaderas el privilegio de representar a las doncellas nobles del reino

El 16 de agosto, festividad de san Roque, volvía la Ciudad a la misa matutina y, concluida esta, en la misma plaza de Regla y con idénticas disposiciones del día anterior, volvían a representarse comedias públicas. La tarde se reservaba para los juegos de cañas y las corridas de toros. Los juegos de cañas solían ser de veinticuatro caballeros distribuidos en seis cuadrillas, tres de las cuales eran organizadas por la mencionada cofradía de los caballeros y las otras tres por regidores de la Ciudad. El espectáculo, de raíz medieval, debía de ser tan lucido como costoso de preparar, y no sólo por la carestía de las plumas y libreas con que se ataviaban los participantes, sino también por la necesidad de traer caballos y jaeces de las provincias limítrofes y de contar con forasteros para completar las cuadrillas, por el insuficiente número de caballeros leoneses en disposición de participar en la fingida lid. Precisamente las dificultades de su preparación y su elevado coste fueron la causa principal, que no única, de su desaparición, como elemento festivo habitual, pasado el primer cuarto del siglo XVII.

El día después de San Roque, 17 de agosto, tenía lugar el último acto en honor de la Asunción y en memoria de Clavijo. Por la mañana las cantaderas de San Marcelo acompañaban una vez más a la Ciudad hasta la catedral para realizar la ofrenda final, en el claustro catedralicio, junto a una ymagen de Nuestra Señora que tiene a su preciosísimo hijo en las manos[3] (fig. 14), de un cuarto de toro, de los lidiados la tarde anterior, tomando testimonio los escribanos de una y otra comunidad, de cómo la ofrenda se hacía, a juicio de la Ciudad, de grazia y debozión, y el cabildo lo recibía de fuero.

Concluida esta ceremonia los curiosos que se agolpaban en el patio y alrededores de Regla eran regalados con peras, ciruelas, avellanas, panecillos y otras chucherías que se llevaban en un engalanado carro, antes de que Ciudad y cantaderas se retirasen hasta el año siguiente.

Nada queda hoy de los esplendores asuncionistas, aunque carros y cantaderas, arropados por los pendones, hayan encontrado refugio para pervivir en los festejos en honor del patrón de la diócesis, san Froilán, a los que insufla la vida que les faltó en el siglo XVI y XVII, la romería de la Virgen del Camino.