Alma de Cristal (7)

MARÍA, EN EL CIELO DE LA PULCHRA

Desde hace cuatro años, esta publicación analiza las vidrieras de la Catedral en la sección “Alma de Cristal”. Con la ayuda del periodista  Manuel C. Cachafeiro, y en los cuatro últimos números con la del técnico de la Delegación diocesana de Patrimonio, Diego Asensio, hemos fijado la mirada en los vitrales de La Cacería, la Capilla del Nacimiento, y las fachadas Norte y Occidental hasta concluir, como descubrirá a continuación, que todo este universo de cristal policromado tiene un elemento común; las representaciones de la Virgen María, la protagonista indiscutible del cielo de la Pulcra y de toda la Catedral de León.    

Es frecuente escuchar que las catedrales góticas encuentran su inspiración conceptual en el capítulo 21 del libro del Apocalipsis, en el que el autor ve descender del cielo “la ciudad santa, la nueva Jerusalén (…), como una esposa ataviada para su marido”. La imagen de ese icono, tan potente como brillante, es la espoleta que configura la estética de estos templos bajomedievales. No obstante, en consonancia con la belleza de esa mencionada esposa, la protagonista indiscutible de la Catedral de León no puede ser otra que María, Madre de Dios, de quien obtiene su advocación desde tiempos de Ordoño II, su gran promotor. María, la Virgen, presente en todo el ciclo del Nuevo Testamento en calidad de fiel seguidora de Cristo, aparece como personaje principal a lo largo de todo el conjunto vitral de la seo leonesa. A modo de hilo conductor, la presencia de María nos guía por los distintos espacios del templo, al tiempo que, a través de la más variada iconografía, nos acompaña por todos los momentos de la vida de Cristo, a la que se adscribe la suya propia.

Incluso antes de acceder a la Catedral, María nos acoge y nos da la bienvenida en el imponente rosetón occidental que florece sobre la fachada principal del templo. Recientemente restaurado, el vidrio nos muestra a la Madre, sedente en el trono, que sostiene en el regazo a su Hijo. La alegoría del hortus conclusus, con los marcados tintes apocalípticos que aportan los ángeles músicos que rodean esta maternidad, es la primera visión que tenemos de María en el soporte que da identidad y carácter propio a nuestro templo mayor: las vidrieras.

Una vez dentro, los ecos marianos se multiplican allá donde el peregrino deje reposar la mirada. Haciendo pareja con el que nos ha dado la bienvenida, el rosetón del hastial sur nos presenta a María también como centro de la flor de cristal que preside esta fachada. En este caso, la Madre, que ha mudado el azul de sus ropajes de la portada Oeste por otros rojizos –más acordes con el cromatismo del lado meridional-, está siendo coronada por ángeles mientras el Hijo la bendice, ambos entronizados y en presencia de ángeles ceroferarios. Y aunque en el rosetón Norte no encontramos presencia mariana, sí podemos volver a ver a María en la vidriera inferior de esta portada, dedicada a la Virgen del Dado, obra de Nicolás Francés, que reproduce en tonos pardos una soberbia maternidad gótica, junto al obispo Cabeza de Vaca y a los tahúres del milagro en plena reyerta.

Pero no sólo en las fachadas, sino en el grueso del conjunto vitral encontramos diversas efigies de la Virgen. Desperdigadas por todo el espacio vítreo del templo, las imágenes de María construyen una rica iconografía dentro de la Catedral, haciendo honor a su titularidad. En la ventana alta nº22 del claristorio, la figura de María se desdobla en dos momentos distintos, primero con el arcángel Gabriel, en la anunciación, y a continuación con su prima Santa Isabel, en la visitación. Un vitral más allá, en la ventana nº23, María aparece de nuevo sosteniendo al Niño en brazos, mostrándoselo a los reyes magos que preceden a la Madre en la vidriera. Esta imagen de la maternidad de pie, ataviada como reina, aparecerá de nuevo –adaptada al gusto del s. XVI- en la Capilla de la Virgen del Camino, en el segundo paño de cristal, esta vez rodeada por San Pedro y San Juan Bautista.

Mención especial merecen algunas de las capillas de la girola, como la presacristía, donde, en una suerte de mosaico cronológico, destaca en el vidrio central el ciclo completo de la infancia de Cristo. En él, podemos apreciar, de izquierda a derecha y de abajo arriba, las escenas de la anunciación, la adoración de los pastores, la epifanía, la circuncisión, la presentación en el templo y la huida a Egipto. En todas ellas María aparece en la escena, figurando en la mayoría en el centro de ésta y sosteniendo a Jesús en brazos, en su papel de madre; de nuevo, el hastial sur vuelve a vestir a María de tonos cálidos, como el manto rojo o púrpura que la acompaña en todas estas escenas.

En la capilla de la Virgen Blanca, rodeando la silente y magnífica Virgen del parteluz original, encontramos un trio de rosetas renacentistas que describen el fíat de la anunciación, donde María aparece en el vitral derecho, luciendo túnica bermeja y manto azul; el mismo atuendo que viste en el panel derecho de la vidriera central de las ventanas inferiores, también del s. XVI, aunque lamentablemente muy fragmentadas, en las que se nos representa el nacimiento de Cristo, rodeado por dos conjuntos de pastores a derecha e izquierda.

Continuando el recorrido por el ábside, la capilla de la Virgen de la Esperanza acoge de forma magistral el grueso del relato mariano, tratándose esta vez del ciclo de la vida de María junto con escenas de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. En los paneles de la izquierda, leyéndolos de abajo arriba y de izquierda a derecha, encontramos las escenas del nacimiento de María, la virgen niña con San Joaquín y Santa Ana, la presentación de María en el templo, la Sagrada Familia, la visitación, los desposorios, la asunción, la coronación, un posible diálogo de Cristo con María, y en la roseta superior las exequias de la Virgen, dividiendo la roseta en tres registros donde se representan la dormición y la asunción.

A su vez, en los paneles centrales, María aparece en momentos salpicados por el cristal, relativos a la primera Pascua tras la Resurrección de Cristo: la ascensión y Pentecostés. Estas escenas se completan, aunque en orden arbitrario, con las precedentes dentro del relato bíblico que aparecen en los paneles de la derecha; de entre ellas destaca la presencia de María en algunas como la crucifixión, el descendimiento y el santo entierro. Tal parece que la figura de la Madre, tantas veces repetida en esta capilla, quiere vincularse de forma indisoluble con la Esperanza.

Fuera del ciclo estrictamente mariano o cristológico, la Virgen sigue teniendo relevancia en distintos momentos de la historia de la Iglesia, especialmente vinculada a las vidas de determinados santos, también representados en la Catedral. Si bien este segundo bloque de ciclos hagiográficos es significativamente menor en número, resulta interesante comprobar cómo la Iglesia peregrinante ha tenido y tiene a María como madre de la Iglesia, intercesora, protectora y mediadora.

Entrando en la capilla del Nacimiento, al visitante le puede pasar desapercibida una efigie de María distinta en temática hasta las ahora vistas. En esta imagen, la Virgen es representada como reina, en una escena ampliamente conocida: la imposición de la casulla a San Ildefonso. Con su ya conocida túnica bermeja y su manto azul, la Reina del Cielo sostiene en sus manos la casulla que le impondrá momentos después al santo arzobispo de la visigoda Toledo, mientras un ángel coloca la corona de la reina sobre la toca blanca de su cabeza. A su derecha, en la lanceta contigua, se representa una escena poco clara, pero que la tradición nos describe como una aparición de la Virgen María; y bien pudiera ser que los muchos caballeros concitados frente al altar, arrodillados ante él, se hallen contemplando la figura divina de María, cuyos pies se intuyen sobre el ara lateral de la escena.

No obstante, no sólo a los santos, la iglesia ya triunfante, se les reserva un espacio íntimamente ligado con María. Antes bien, la Madre de Dios tiene un espacio principal y protagonista entre las devociones populares y la piedad del pueblo leonés, el mismo pueblo que la hizo su reina, madre y patrona. Sin duda alguna, la Virgen del Camino, tan insigne en el viejo reino de León y en la Catedral de la urbe regia, cuenta con un espacio propio dentro del templo mayor de León, la actual capilla que lleva su nombre. Sin embargo, y ahondando más en la fidelidad y devoción de los leoneses a su reina y patrona, entre las ventanas bajas de la fachada sur, sobre el magnífico sepulcro del obispo Martín III, conocido como Martín Fernández, se encuentra todo un vitral de cuatro lancetas, elaborado en tiempos de la gran restauración, que narra la conocida historia de la Virgen del Camino, su aparición y milagros. De entre los diversos instantes representados que jalonan la vidriera, en tres de ellos aparece la efigie de Nuestra Señora del Camino, patrona del reino de León: empezando por la izquierda, en la escena inferior primera lanceta vemos a la Señora aparecerse al piadoso pastor Alvar Simón, aquel 2 de julio de 1505, donde se levantaría tiempo después la actual ermita y capilla del Humilladero; también en la escena inferior, esta vez de la segunda lanceta, se encuentra un imponente cortejo de pendones leoneses enarbolados en rogativa a la Virgen, y sobre uno de ellos se distingue su inconfundible imagen, con el Hijo apoyando su inerte pecho en el regazo de la Madre; por último, en la escena superior de la tercera lanceta, con mayor nitidez que las anteriores vemos a la Virgen del Camino y, frente a ella, el milagro del cautivo de Argel, o milagro del arca, hecho insólito que narra la milagrosa intercesión de la Virgen para la liberación del leonés Alonso de Ribera, preso en Argel hasta 1522, que terminó sus días sirviendo en el santuario mariano junto con su vigía de cautiverio, tras haber aparecido ambos de vuelta a estas tierras por la invocación del cautivo a la Virgen del Camino. Estas lancetas aparecen presididas por una roseta que nos presenta a María de un modo ya visto en otros vitrales: coronada como reina, con manto azul y túnica bermeja, y rodeada de ocho querubines, reina del cielo, reina de los ángeles.

Aun cuando abandonemos los estrictos muros del templo, el complejo catedralicio alberga vidrieras marianas, más cercanas a nosotros en el tiempo, como es la que Luis G. Zurdo realiza en 1982 para la rosa vítrea del muro meridional. En ella podemos distinguir en la cúspide el icono de la Piedad, que abre la boca en expresión de dolor al mirar al cielo mientras abraza al Hijo muerto. A sus pies, en el corazón del panel, encontramos al león rampante en color púrpura sobre fondo blanco, emblema del reino de León que llama ‘reina y madre’ de su pueblo a la Virgen del Camino, advocación que pretende representar la piedad antes descrita, aunque desmarcándose de la iconografía habitual de esta advocación mariana.

Por último, y volviendo de nuevo al templo, una última Virgen se esconde entre cristal y color, generalmente esquivando las absortas miradas de los peregrinos y visitantes que deambulan por la Catedral, con los ojos embebidos en luz. Se trata de una pequeña vidriera con forma de roseta que, a modo de discreto óculo entre el exterior y el interior, se encuentra embutida en el muro de la capilla del Carmen, cercana al cálido rosetón sur, el único paño de vidrio que el tiempo ha dejado abierto en este tramo del templo. La vidriera en cuestión, es uno de los testigos silenciosos pero más locuaces de todo el conjunto. En su cristal aparece representada la Madre, sedente, ataviada de túnica y manto, de color pardo y azul respectivamente, cromatismo que ya hemos contemplado como propio; corona real y nimbo tocan su cabeza, y en el regazo-trono nos muestra a un pequeño Jesús, también nimbado. Entronizada y flanqueada por cortinajes –en una suerte de escena regia o palatina-, María se cobija en una pretendida arquitectura medieval, bajo el vano de un arco trilobulado que se enmarca entre columnas corintias y se corona por arquitecturas de corte románico, imitando la estructura gótica que cobija a la omnipresente Virgen Blanca del parteluz. Bajo el pedestal de María, se lee la data de 1901, fecha en que fue elaborada esta vidriera, es decir, en tiempos de la gran restauración. Su sencillez y su espíritu imitativo de la iconografía medieval nos recuerdan la vocación atemporal de la Catedral, y los esfuerzos que a lo largo de los siglos han realizado los leoneses por perpetuar la vida y esplendor del icono de su ciudad, antigua urbe imperial. En los extremos de la roseta, rodeando el conjunto, se disponen cuatro pergaminos, cartelas con los nombres de algunos de los insignes promotores y actores del proceso de salvación arquitectónica y artística que experimentó la catedral hace aproximadamente un siglo: Juan Bautista Lázaro, arquitecto; Guillermo Alonso Bolinaga, pintor; Juan Crisóstomo Torbado, arquitecto; Alberto González Gutiérrez, pintor. El hecho de que observemos en las filacterias el recuerdo de estos principales, ejecutores de la recuperación del templo, hace que muchos gusten en llamar a esta Theotokos “La Virgen de los Maestros”, última representación de la gran protagonista de la Catedral, que es María, en el colorido e ingrávido soporte de la luz y el color a través del cristal.